Te
vi derramar lágrimas de impotencia, lágrimas vencidas por un miedo
visceral que te hizo buscar desesperadamente amparo en los pliegues
de la superstición. Esa superstición vil y coercitiva que te
aprisiona con sus gruesos cordones de oro para dejar su marca de
poder en tu blanca e indefensa piel de almíbar, a cambio de una
hipotética salvación cuyo hedor a rancio apenas se deja mitigar
bajo el fuerte olor del incienso que, venido de lejanas tierras, se ampara bajo el paraguas irracional de la Fe, bajo principios que hacen sufrir a
todo ser racional cuyo intelecto se revele a la ceguera secular de
viejas creencias que con pies de crudo adobe no soporta el regalo
fresco de un aguacero primaveral.
¿Quién
anhela la salvación venida de semejante principio?
¿Quién
espera el perdón de quienes se guarnecen tras la cortina de la
ignorancia?
Quizá
el consuelo de una muerte callada que nos ronde al filo del ocaso de
un día soleado y que salude a la previsible noche harinada de
estrellas, nos regale finalmente el descanso que la vida, gris de
alegrías, nos negó celosa de su tesoro.
Acaso
entonces dejen de caer lágrimas temerosas de esotéricas fronteras
protegidas por caprichosos dioses de humo y tinieblas para conseguir
de una vez, reconciliarnos con esa Paz que habita, escondida y
temerosa, dentro de cada uno de nosotros.